No hay que ser un científico consumado para saber que no se le pueden pedir peras a los olmos o que el que siembra vientos, cosecha tempestades. Se recoge lo que se siembra. Sin embargo, sorprende notar cómo los habitantes del planeta Tierra en general parecemos creer todo lo contrario.
Suponemos por ejemplo, que la autonomía y la responsabilidad de los hijos se desarrolla si alimentamos la obediencia; que la prosperidad se construye manteniendo intactos los sistemas económicos que han generado la pobreza; o más grave aún, que la paz se puede cultivar sembrando la guerra.
Aunque todas estas creencias nos hacen recordar un poema infantil que hablaba de un mundo al revés en el que había lobos buenos y hadas malvadas, tanto a los grandes pensadores como a la mayoría de la gente, esos razonamientos les parecen lógicos. Cabe preguntarnos entonces, ¿cómo es posible que imaginemos que el desarrollo de la sociedad o de la familia, puede ser el resultado de pasar por encima de las necesidades de los otros?
De una manera casi imperceptible pasamos de proteger al hijo a imponer nuestra voluntad; de enamorarnos de alguien a imaginar que debe cumplir con nuestros caprichos; pero sobre todo a creer, como se dice popularmente, que “el vivo vive del bobo”.
Y así, llevados de la mano por la costumbre que se hace ley, nos acomodamos a vivir en un mundo en donde la vulnerabilidad de alguien se convierte en ganancia para el otro y, sin mayor cuestionamiento, valoramos la búsqueda de la propia ventaja como un acto legítimo. La consecuencia natural de estos pensamientos es que aceptamos que sentir desconfianza forme parte de nuestra manera vivir.
Esto no sonaría raro si estuviéramos hablando de las relaciones entre dos ejércitos enemigos, y la guerra nos pareciera algo adecuado. Pero lo grave es que también se trata de lo que pasa en las interacciones entre padres e hijos, esposos, maestros y alumnos. Es decir, la desconfianza ocupa un lugar importante en las relaciones íntimas, en aquellas en las que el corazón está al descubierto.
Por ejemplo, no es raro que un padre afirme que sus hijos lo necesitan solo para pedirle cosas. Él puede estar pensando que le sacan ventaja, y no confía. Ellos, a su vez, no creen que él los entienda, guardan en secreto sus dudas o sus dolores y tampoco confían. Cuando estas personas llegan a la consulta, su vida familiar se está destrozando, tienen múltiples peleas, se acusan, se desprecian.
Cada uno trata de hacer valer su punto de vista y toma ventaja aún cuando pase por encima de las necesidades de su ser amado. Poco a poco sin embargo, durante la terapia se va creando un modo de conversar en el que antes que ordenar se pide, se sugiere en vez de imponer, se valora y no se ataca lo diferente. Se llega finalmente a un punto en el que se comprometen a recibir y acoger la vulnerabilidad del otro. Cuando esto sucede, las lágrimas y los abrazos entre los miembros de la familia anuncian que los corazones se están sanando, y que ahora sí pueden hablar para resolver sus diferencias.
Así, la confianza reestablecida encuentra los caminos para que los conflictos se conviertan en acuerdos, porque nos permite ver que usar la vulnerabilidad del otro como ventaja para nuestro beneficio, además de ser una creencia antiética, es el verdadero enemigo de la convivencia humana.
La familia y la sociedad necesitan que las relaciones interpersonales superen los conflictos inherentes a la vida humana. Para ello, se hace necesario alejarnos de la costumbre de manejar las diferencias con los más cercanos y con los más lejanos como si fueran ofensas que nos obligan a librar batallas, y más aún, que nos preguntemos si queremos seguir siendo cómplices de un modo de vida que declara guerra para eliminar al otro y no para resolver conflictos.
Podemos soñar que cuando la confianza sea la emoción prevalente en nuestro diario vivir, será posible que la autonomía y la responsabilidad de los hijos se desarrollen gracias a que los padres apoyan la libertad, y que la prosperidad de los habitantes del planeta surgirá en virtud de la creación de sistemas económicos que generen beneficios para todos. Y la paz, en nuestro país y en el mundo, brotará porque todos y cada uno de nosotros asumirá que cuidar la vulnerabilidad de los demás es nuestro más importante compromiso ético.
Aunque todas estas creencias nos hacen recordar un poema infantil que hablaba de un mundo al revés en el que había lobos buenos y hadas malvadas, tanto a los grandes pensadores como a la mayoría de la gente, esos razonamientos les parecen lógicos. Cabe preguntarnos entonces, ¿cómo es posible que imaginemos que el desarrollo de la sociedad o de la familia, puede ser el resultado de pasar por encima de las necesidades de los otros?
De una manera casi imperceptible pasamos de proteger al hijo a imponer nuestra voluntad; de enamorarnos de alguien a imaginar que debe cumplir con nuestros caprichos; pero sobre todo a creer, como se dice popularmente, que “el vivo vive del bobo”.
Y así, llevados de la mano por la costumbre que se hace ley, nos acomodamos a vivir en un mundo en donde la vulnerabilidad de alguien se convierte en ganancia para el otro y, sin mayor cuestionamiento, valoramos la búsqueda de la propia ventaja como un acto legítimo. La consecuencia natural de estos pensamientos es que aceptamos que sentir desconfianza forme parte de nuestra manera vivir.
Esto no sonaría raro si estuviéramos hablando de las relaciones entre dos ejércitos enemigos, y la guerra nos pareciera algo adecuado. Pero lo grave es que también se trata de lo que pasa en las interacciones entre padres e hijos, esposos, maestros y alumnos. Es decir, la desconfianza ocupa un lugar importante en las relaciones íntimas, en aquellas en las que el corazón está al descubierto.
Por ejemplo, no es raro que un padre afirme que sus hijos lo necesitan solo para pedirle cosas. Él puede estar pensando que le sacan ventaja, y no confía. Ellos, a su vez, no creen que él los entienda, guardan en secreto sus dudas o sus dolores y tampoco confían. Cuando estas personas llegan a la consulta, su vida familiar se está destrozando, tienen múltiples peleas, se acusan, se desprecian.
Cada uno trata de hacer valer su punto de vista y toma ventaja aún cuando pase por encima de las necesidades de su ser amado. Poco a poco sin embargo, durante la terapia se va creando un modo de conversar en el que antes que ordenar se pide, se sugiere en vez de imponer, se valora y no se ataca lo diferente. Se llega finalmente a un punto en el que se comprometen a recibir y acoger la vulnerabilidad del otro. Cuando esto sucede, las lágrimas y los abrazos entre los miembros de la familia anuncian que los corazones se están sanando, y que ahora sí pueden hablar para resolver sus diferencias.
Así, la confianza reestablecida encuentra los caminos para que los conflictos se conviertan en acuerdos, porque nos permite ver que usar la vulnerabilidad del otro como ventaja para nuestro beneficio, además de ser una creencia antiética, es el verdadero enemigo de la convivencia humana.
La familia y la sociedad necesitan que las relaciones interpersonales superen los conflictos inherentes a la vida humana. Para ello, se hace necesario alejarnos de la costumbre de manejar las diferencias con los más cercanos y con los más lejanos como si fueran ofensas que nos obligan a librar batallas, y más aún, que nos preguntemos si queremos seguir siendo cómplices de un modo de vida que declara guerra para eliminar al otro y no para resolver conflictos.
Podemos soñar que cuando la confianza sea la emoción prevalente en nuestro diario vivir, será posible que la autonomía y la responsabilidad de los hijos se desarrollen gracias a que los padres apoyan la libertad, y que la prosperidad de los habitantes del planeta surgirá en virtud de la creación de sistemas económicos que generen beneficios para todos. Y la paz, en nuestro país y en el mundo, brotará porque todos y cada uno de nosotros asumirá que cuidar la vulnerabilidad de los demás es nuestro más importante compromiso ético.
(María Antonieta atiende consulta individual y realiza otras actividades relacionadas con su práctica profesional según se le solicite. Para mayor información, por favor escribe a: mariaantonieta.solorzano@gmail.com)
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Publicado originalmente en El Espectador.
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