por Lara Owen, M.P.W.
(Parte de este material está incluido en el libro de Lara Owen
Her Blood Is Gold: Celebrating the Power of Menstruation
Harper San Francisco, 1993)
Solía pensar que mis períodos eran una molestia, una sucia intrusión que incrementaba la lavandería y causaba un montón de síntomas desagradables incluyendo cansancio y dolor debilitante. La menstruación interfería con mi vida sexual, mis actividades atléticas y mi nivel de energía. Causaba cambios erráticos de temperamento, irritabilidad y un mal humor destructivo e imparable. Además costaba dinero - en toallas y tampones para absorber la sangre, en ropas arruinadas, en tiempo perdido en el trabajo. Era un saboteador ruin y solapado que siempre llegaba en el momento más inoportuno.
A pesar de este prédica de aflicción, no estaba totalmente en su contra. Cuando mi período llegaba, había siempre una parte de mí que se sentía complacida. Significaba que estaba saludable y fértil y que todo estaba funcionando apropiadamente. Sangrar me producía cierto orgullo que sentí intensamente durante mi primer período, pero ante la ausencia de cualquier aprobación externa, aquel sentimiento placentero desapareció gradualmente.
Una amiga judía me contó que cuando tuvo su primer período su madre la abofeteó. Con asombro ella reclamó: "¿Por qué hiciste eso?" Su madre respondió: "No lo sé, mi madre hizo lo mismo, es la tradición." Recibir una bofetada cuando una se vuelve mujer —ése es un punto interesante acerca de cómo es vista la naturaleza femenina. Tal vez se trate de un intento por eliminar el sentimiento de orgullo que llega con la primera sangre.
Algo más acabó por quitarme el sentimiento de orgullo y creo que fue la ausencia de ceremonia. Sentía internamente que algo verdaderamente asombroso y mágico estaba ocurriendo, y sin embargo todos a mi alrededor lo trataban como algo trivial. Tenía una sensación de logro, con tintes de excitación, curiosidad y pena. También recuerdo una vaga conciencia de un futuro vasto y desconocido. Intuitivamente sabía que era un acontecimiento muy importante en mi vida —y no obstante nadie dijo nada al respecto, excepto para darme algunas toallas sanitarias. Creo que mi madre se sintió complacida —después de todo, significaba que estaba sana y creciendo normalmente— pero yo necesitaba más que eso.
Necesitaba una ceremonia, una fiesta, algún gozoso reconocimiento público de este gran evento en mi desarrollo. Pero nada sucedió. Conforme pasaban los meses sentía cada vez más la vergüenza y cada vez menos la excitación y el orgullo que habían brillado momentáneamente con la primera sangre.
En casa, mis períodos eran algo que debía mantenerse oculto de mi padre y mis hermanos. Si tenía que mencionarlo, hablaba en voz baja y preferiblemente con mi madre a solas. Poco después de iniciados mis períodos, durante un viaje familiar, tuve que pedirle a mi padre que detuviera el auto pues necesitaba ir a la farmacia. Por supuesto que quiso saber qué necesitaba comprar. Recuerdo un sentimiento horrible cuando le dije que necesitaba comprar toallas sanitarias. Era una peculiar mezcla de vergüenza, orgullo y pena absoluta. Él se portó muy bien al respecto, según recuerdo, y nunca dijo nada que me hiciese sentir avergonzada. Pero de alguna manera esa vergüenza siempre estaba en el fondo de mis pensamientos, y afectó toda mi relación con el mundo externo.
En la escuela, la menstruación era algo que no debía ser mencionado sino en clase de biología. Toda la información que recibí acerca de la menstruación era puramente física. Había período porque no había embarazo, y el flujo menstrual era simplemente el revestimiento descartado que el útero producía para un posible feto. Mis amigas y yo lo discutíamos y, en ausencia de mayor información, decidimos que el cuerpo femenino estaba pobremente evolucionado —toda esa sangre y ese escándalo por años y años, cuando sólo necesitabas tenerlo una o dos veces para tener niños.
La imagen que la sociedad me dio a través de la publicidad era confusa. Los anuncios de tampones mostraban ágiles chicas en bikinis corriendo alegremente hacia el mar y muchachas en ajustados jeans blancos saltando a caballo. Esto no correspondía para nada con mi experiencia de letargos y cólicos, y sabía que ninguna mujer en su sano juicio confiaría tanto en un tampón como para salir a pasear en pantalones blancos. ¡Bah! Seguramente fueron hombres quienes escribieron esos anuncios.
Aún así yo sentía que debía ser como las muchachas de los anuncios de Tampax y que algo malo había en la manera en que mi cuerpo y mente se comportaban —que una muchacha normal no debería sentir diferencia alguna durante su período, y que no había nada que a ella le gustara más que subirse a un caballo y galopar hacia alguna aventura mientras ese bonito tampón le permitía olvidar que estaba menstruando. La vergonzosa realidad era que yo ni siquiera podía introducirme un tampón. No solamente no encajaba en el estereotipo, sino que además estaba mal armada. Me sentí decididamente inadecuada hasta que finalmente lo logré. Entonces comenzó el proceso de imaginarme que yo no estaba menstruando en absoluto.
Consideraba a mis períodos como una inconveniencia y eso era todo. Si eran dolorosos, tomaba un calmante - se llamaba "Feminax" y contenía una poderosa mezcla de ingredientes diseñados para acabar con cada uno de los síntomas de la menstruación, incluso cafeína para menguar la depresión y el letargo. En época de exámenes escolares, conseguía medicamentos para retrasar mi período hasta días más convenientes, cuando el furor de las hormonas pudiera asaltar el lado izquierdo de mi cerebro sin afectar mi futuro académico. Nunca me mencionaron nada acerca de las ventajas de experimentar un estado de conciencia diferente una vez al mes, porque nadie sabía nada.
A los 18 años comencé a tomar la píldora y al principio me complació que mis períodos se aligeraran y se volvieran tan predecibles. Me tomó varios años darme cuenta realmente de que la razón para la ligereza de mis períodos era que se trataba de períodos falsos. Noté que me volvía cada vez más sensible y enojada durante mis supuestas menstruaciones, así que decidí suspender la píldora. Después de un par de meses me sentí "yo misma" otra vez y me di cuenta de que, a pesar de lo conveniente que resultaba la píldora, en realidad me había sentido traicionada con esos períodos ligeros. Ahí fue cuando comencé a darme cuenta de que menstruar era una parte importante de mi vida, un ritmo del cual dependía para mi salud psíquica y física, y que ignoré o suprimí bajo mi propio riesgo.
En otras culturas, en vez de ser ignorada, la menstruación ha sido considerada (y en algunos casos aún lo es) como un tiempo especial y sagrado para las mujeres. La abundancia de símbolos relativos a la mujer encontrados en excavaciones en lugares antiguos de Europa y el Cercano Oriente sugiere de manera enfática que dichas culturas eran matrifocales y reverenciaban a la Diosa y a los procesos del cuerpo femenino. Las prácticas rituales estaban ligadas al sangrado mensual de las mujeres y la sangre menstrual era altamente valorada como poseedora de poderes mágicos. La palabra ritual viene de "rtu", que significa menstruo en sánscrito. En la época anterior al sacrificio de seres vivos, la sangre menstrual se ofrecía en ceremonias. La sangre menstrual era sagrada para los Celtas, los antiguos Egipcios, los Maorí, los primeros Taoístas, los Tantristas y los Gnósticos.