lunes, 31 de mayo de 2010

Resurgiendo


por Barbara Hampton

Kaylin y yo decidimos salir a caminar una calurosa tarde de verano. Mi necesidad de estirar las piernas coincide a menudo con su frustración por no poder jugar en el patio mientras su papá corta el pasto. Se sube voluntariamente al cochecito, sugiriendo que vayamos al parque, y salimos por la ruta.

Caminar con una nena de dos años puede ser un reto. Para complicar nuestras caminatas se suma el hecho de que tengo problemas con las direcciones. Si sigo mi instinto, generalmente vamos bien. Pero si trato de razonar qué camino tomar, inevitablemente termino yendo en la dirección equivocada. Menciono esto solamente porque para cuando vimos el parque, ya estaba a punto de dar la vuelta y volver. Kaylin, por el otro lado, estaba parloteando sobre toboganes.




Había cortado camino por la desocupada cancha de fútbol esperando ahorrarme algunos pasos cuando me di cuenta de que era bastante difícil empujarla con el cochecito. Como estábamos a una distancia considerable de la calle, decidí que era seguro dejarla suelta. Me di cuenta inmediatamente de cuánto más rápido son los chicos de dos años cuando están entusiasmados que sus cansadas abuelas de 43 años.

Tengo la ventaja de que Kaylin es una chica muy obediente. Primero corrió hasta el tobogán de nenes chiquitos. Subió cuidadosamente los tres escalones y se tiró. Después me miró. Yo le dije “decile a la abuela qué querés hacer ahora.” Ella sonrió y empezó a correr de un lado a otro, probando todo lo que estaba a su alcance.

No paró para respirar hasta que encontró la escalera de eslabones. Una gran actividad para una nena de seis años. Una potencial invitación a lastimarse para una nena de dos. Respiré profundo. Ella me miró otra vez. Asentí y me acerqué. Puso un pie en el primer escalón, se hamacó, y después se fue al próximo juego.

Hay al menos un momento así durante cada una de nuestras visitas. Kaylin se acerca a la línea y me mira para ver qué voy a decir. Estoy segura de que podría argumentarse que simplemente está tratando de ver hasta dónde la voy a dejar ir. Tiene dos años, ¿no? Los chicos de dos años prueban los límites de la vida en general porque se supone que de eso se trata tener dos años. Además, está con su abuela “Lejana”; la abuela que no se apega del todo a las reglas.

Dejando de lado todo este razonamiento lógico, las miradas que Kaylin y yo intercambiamos están basadas en algo que va mucho más profundo para mí. Cuando me enfrento con la decisión, a propósito, con sincero apoyo, siempre aliento a mi nieta a intentarlo.

Mi razón para alentar a Kaylin es simple. Yo hablo con mujeres. Me encanta juntarme alrededor de una mesa con otras mujeres de cuarenta y algo, con tazas de café en las manos, y hablar sobre lo que estamos descubriendo acerca de nosotras mismas. Una y otra vez, escucho las mismas palabras:

"Me di cuenta el año pasado..."
"...hasta hace poco nunca se me había ocurrido."
"Me habría gustado que alguien me hubiera dicho hace veinte años que no tengo que..."

Por un largo tiempo, este tipo de frases traían a mi mente arrepentimiento por el tiempo mal utilizado. Todos esos años tratando de usar los zapatos equivocados, yendo en la dirección incorrecta, siguiendo los sueños de alguien más, intentando vivir la vida de alguien más. Por años pensé que era solamente yo, pero las mujeres reunidas alrededor de la mesa me han enseñado que mi vida no fue diferente de la de otras mujeres. Nos alentaban solamente cuando estábamos haciendo algo que alguien más creía que era “correcto”.

Ahora, equipadas con una gran experiencia de vida, nos ponemos la tarea de alentarnos la una a la otra, y a nosotras mismas. Desnudando nuestras almas, pensando y repensando los sucesos de nuestras vidas, estamos examinando a fondo nuestra propia historia, buscando nuestro Yo en las experiencias vividas.

En la última reunión alrededor de la mesa describí una conversación telefónica reciente con una amiga. La conversación había empezado con una llorosa descripción de un descubrimiento doloroso. Amor no correspondido. La pérdida de un sueño. Después de compartir algunas palabras melancólicas, mi amiga me dijo “… y al final me di cuenta de que probablemente lo que estoy aprendiendo con esto es que no debería conformarme con nada menos que lo que realmente quiero.” Mi corazón saltó de alegría por mi amiga. “¡Aleluya!” dijeron mis amigas de la mesa cuando compartí mi historia. Es que mi amiga es una generación menor que nosotras. “¡Progreso!”, gritamos.

Las mujeres de cuarenta y algo se dan cuenta de que llega un momento en cada vida que, si se reconoce y se actúa en consecuencia, puede cambiar esa vida para siempre. Sabemos esto porque hemos visto esos momentos en nuestras vidas. A menudo lamentamos nuestra propia colección de momentos en que no nos dimos cuenta, en que seguimos con nuestras vidas mal direccionadas sin darnos cuenta de que podía ser diferente.

Nos damos cuenta también de que el paso del tiempo nos ha bendecido con un don. Tenemos la oportunidad de estar presentes ahora en esos momentos en las vidas de otras mujeres. Sabemos que no nos toca a nosotras tomar la decisión. No podemos extender nuestras manos y sacar la piedra del agua. Cada mujer debe buscar su propio Ser. Pero sí podemos, a través del Poder de la Presencia, tener las luces prendidas para que no tenga que buscar a ciegas. 

Podemos reforzar la confianza que necesitan para empezar la búsqueda. Podemos susurrar palabras en los momentos correctos, las palabras que van a resonar en el corazón de una mujer cuando lleguen las decisiones difíciles, cuando lleguen los momentos de decidir. Las palabras que la van a ayudar a seguir en contacto con su propia búsqueda de su Ser.

Es por eso que, en esta calurosa tarde, estoy parada en lo más alto del tobogán más grande que este parque tiene para ofrecer. No fue mi idea. Tuve que correr atrás de mi nieta para estar cerca de ella y mantenerla a salvo mientras subía la escalera.

-Ahora -pregunto-, ¿qué es esto?
-Este es el Gran Tobogán -dice ella.
-Sí, este tobogán es muy grande. Da vueltas y vueltas.
Ella lo mira, ve la manera en que dobla en círculos todo el camino hasta el piso. -Quiero hacerlo.
-Esto es muy alto. Probablemente debería ir con vos.
-Bueno –acepta-, Vamos.
Me acomodo atrás de ella, respiro profundo, y allá vamos.
-Puedo bajar por el Gran Tobogán -dice sonriendo cuando llegamos abajo.
-Sí, Kaylin -respondo, susurrando una vez más las palabras que espero que ella nunca se olvide.
-¡Sí, podés!!!


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